11 de diciembre de 2025

Kantunilkín: Lo que no se puede cancelar por decreto

11 de diciembre de 2025 / Por: Juan Antonio Hernández / Foto: Cortesía 

Foto: Cortesía

En Kantunilkín, Quintana Roo,  México, donde la selva parece murmurar historias antiguas, la tradición taurina no es un espectáculo: es un latido. A pesar de la prohibición que desde el Congreso del estado en el 2017 cayó sobre las corridas de toros, el pueblo sigue defendiendo lo que no se puede cancelar por decreto: su memoria, su rito, su manera de nombrarse comunidad.

Cada diciembre, cuando se aproxima el día de la Inmaculada Concepción, Kantunilkín se vuelve un territorio de fieles, danzantes, rezadores, músicos y jinetes. La fiesta de toros en esa fecha se levanta como un milagro repetido, ofreciendo dos corridas el mismo día; una en la plaza fija, que abre sus puertas como un viejo guardián que conoce el peso del tiempo; y otra en su plaza artesanal, frágil y orgullosamente levantada por manos del pueblo año con año, la que confirma que lo que se hace con devoción jamás se derrumba.

Pero el corazón de toda esta celebración es un gesto que no pertenece ni a España ni a Occidente, sino a los abuelos mayas: el corte y la colocación del ceibo, árbol sagrado, columna del universo, puente entre la tierra y lo divino. En Kantunilkín, el ceibo no se mira: se venera. Cuando es cargado entre varios hombres, la comunidad entera entiende que está cargando también su historia. Y cuando es plantado en el centro del ruedo, el mundo vuelve a tener un eje, un norte, una razón para permanecer unido.

Alrededor de ese tronco se cuentan anécdotas, se renuevan promesas, se comparten silencios. El ceibo es testigo de generaciones enteras que han crecido escuchando el sonido de los músicos, el jolgorio del pueblo, la risa de los jóvenes que aprenden desde chicos lo que significa pertenecer. No hay espectáculo que iguale ese instante en que la comunidad respira al mismo tiempo, como si el árbol les devolviera la memoria de sus abuelos y la certeza de su futuro.

Porque en Kantunilkín, la tradición taurina no se vive como desafío, sino como ancla emocional. Es la forma en que el pueblo afirma que sigue siendo él mismo; la manera en que reconoce a sus mayores; el punto de encuentro donde los nombres no se olvidan y donde cada fiesta tiene la textura de las manos que la levantaron.

La ley podrá prohibir, pero no borrar. Podrá señalar, pero no arrancar del corazón lo que allí nació. Kantunilkín resiste sin estridencias: resiste celebrando, reconstruyendo su plaza artesanal cada año, encendiendo la fe en la Inmaculada Concepción y abrazando su ceibo como quien abraza la vida.

Porque mientras ese árbol siga erguido en el ruedo, la tradición seguirá respirando. Y mientras el pueblo siga acudiendo a la plaza para reencontrarse consigo mismo, Kantunilkín seguirá recordándonos que la cultura no se legisla: se hereda, se camina y se ama.